31/12/17

El cuento del tatarabuelo

―Abuelo, abuelito querido, cuéntanos un cuento ―dijo uno de aquellos niños horribles.

―¡Sí! ¡Cuento! ¡Cuento! ¡Abuelo! ¡Síííííííí! ―vociferaron los demás.

―¡Dejadme en paz, criaturas infernales! ―grité yo―. Id a jugar con la Play Station Apocalipsis VIII.

―No, no, abuelo, por favor, queremos un cuento.

―Pero, ¿qué coño os pasa a los niños de hoy? Nadie os manda deberes y tenéis a vuestra disposición toneladas de maravillosa tecnología, pero lo único que queréis es hacer el idiota. Yo a vuestra edad no me despegaba de la consola hasta que mi padre me soltaba un galletón.

―Abuelo, la tecnología es una mierda, nosotros queremos cuentos, salir al campo a explorar o convencer a alguna chica para que nos haga una paja en la cabaña de madera.

Todos empezaron a partirse de risa.

―A ver, eso último está bien, eh… ¿cómo te llamabas?

―Abuelo, me llamo Fernando, me lo pusiste tú, por un futbolista. Por Fernando Hierro.

―Ah, sí, ja, ja, ja, Dios, fue por tus orejas, es cierto. Bueno, perdonadme, consumí muchas drogas a vuestra edad y me han acabado pasando factura.

―Nosotros también nos metemos yeyo y heroína, eme, porros, anfetas... hoy en día no pasa nada, los ciborgs te reparan los daños neuronales por cinco pavos.

―Ah, vaya. Entonces, por lo que veo, la tecnología es una mierda salvo cuando nos viene bien; en esos casos, mola mazo, ¿no, cabrones?

―Abuelo, ya no se dice “mola mazo” ni “cabrón”. Ahora decimos que algo “peta entrañas” y en vez de cabrón decimos “ascoputa” o “coprófago”.

―Bueno, ¿y qué pretendes? Sufro un desfase de cuatro siglos. No puedo controlar toda vuestra jerga de niños del futuro.

Así continuamos durante un buen rato. Mis tataranietos pueden ser realmente pesados, aunque no son malos críos; es decir, creo que no han asesinado a nadie, todavía. Pero son muchos, unos veinticinco por cada línea sucesoria. Y cuando se ponen tocapelotas... ¡es que no hay quien se los quite de encima! Al final, llegué a un pacto con ellos. Les contaría un cuento si me traían tabaco y me pasaban el contacto de alguna de esas prostitutas robóticas. Así lo hicimos.

―Bien, esta historia se contaba en mis tiempos y nadie sabe si es verdad o mentira o si es ambas cosas a partes iguales.

―Abuelo ―me interrumpió una cría, creo que se llama Amavisca.

―¿Qué quieres?

―En este cuento… ¿sale folleteo? ―dijo mientras introducía su dedo índice izquierdo en un círculo formado por sus dedos índice y pulgar derechos.

―No, no. En esta ocasión no hay folleteo, pero hay drogas y muerte.

―¡Bieeeeeeeeen! ―gritaron todos.

―¡¡Shhhhh!! Silencio, que voy a empezar: Gustavo estaba en la cocina poniendo un poco de agua en el fuego porque prefería enfrentarse a los problemas con una buena taza de té caliente entre las manos. Y Gustavo tenía que enfrentarse a un gran problema, al problema más descomunal al que nadie se haya visto obligado a hacer frente en toda la historia de la vieja civilización humana. Así pues, cuando el té estuvo listo, Gustavo regresó al salón, se sentó en una silla, dio un cauteloso sorbo a su bebida y clavó la mirada en el extraterrestre.

“Bien, a ver si me aclaro”, dijo el bueno de Gus. “Eres un funcionario galáctico que va por ahí destruyendo planetas”.

“Eso es algo impreciso, humano. A veces los destruyo y a veces los salvo” dijo el extraterrestre con su voz de cacatúa.

“¿Los salvas de ti mismo? Ja, ja, ja. Eso suena un poco como la historia de Dios”, dijo Gustavo.

“No puedo perder más tiempo con esto, humano, dentro de poco empieza mi descanso para comer. Vamos, dime un motivo por el que tu planeta merezca ser salvado” dijo el extraterrestre, y empezó a emitir una extraña risa que en realidad no era risa, sino insultos muy duros contra Gustavo en el idioma de su planeta de origen.

Gustavo se quedó pensando unos instantes mientras encendía un cigarrillo y miraba por la ventana. Afuera se veía un cielo turbio lleno de nubes que parecían cuajarones de mugre en el fondo de un fregadero. Esta visión lo deprimió un poco, pero no se dejó arrastrar por sentimientos pesimistas, así que dio una buena calada, expulsó el humo con fuerza y dijo:

“¿Qué tal el amor? Es un… sentimiento muy… bonito que tenemos por aquí. Oh, el amor, l´amour, el amor entre un hombre y una mujer, un proyecto de vida juntos, hacer la cucharita, todas esas… cosas”.

“Eso son gilipolleces, amigo. En este planeta hay más gente sufriendo por amor que siendo feliz por amor”, le respondió orgulloso el extraterrestre.

“Vaya, puede que estés en lo cierto... Ah, ya sé, ya sé. ¿Qué me dices de la literatura? Los libros terrícolas son realmente buenos, ¿no crees?”. Gustavo se levantó y cogió un par de libros de su estantería. Se los pasó al extraterrestre y este los leyó en medio segundo sin siquiera pasar las páginas, pues podía hacerlo de ese modo.

“Esto es puta miseria artística. Ulises, Crimen y castigo… mi hijo menor, que se llama Docemilunocomasiete III, y que nació hace cinco días, ya ha escrito obras de mejor calidad.

Gustavo empezaba a desesperarse. “Este tipo es un ascoputa y un coprófago”, pensó. Apresuradamente, se acercó a la minicadena, pulsó play y dijo: “Escucha esto” y en los altavoces empezó a sonar el Nocturno Opus 9 número 2 en mi bemol mayor de Fryderyk Chopin. El extraterrestre se lanzó al suelo, tapando con varios de sus brazos un montón de agujeros que tenía por la espalda y que formaban parte de su sistema auditivo.

“¡¡¡Detén esa mierda, condenado!!! ¿Acaso crees que matándome salvarás tu planeta? Los jefes mandarían a otro funcionario”.

Gustavo apagó la minicadena.

“¿No te gusta?” preguntó.

“Joder, ¡no! Se parece al estilo que escuchan los genocidas en mi país cuando salen a perpetrar masacres. Mira, este es el peor mundo que he conocido. No solo merecéis morir, sino que lo justo sería causaros el mayor sufrimiento posible. Sin embargo, como tú me has caído bien, lo vamos a dejar solo en la aniquilación. No sentiréis ningún dolor. Bueno, casi” dijo el extraterrestre.

“¡Espera, por favor, espera!”, rogó desesperado el pobre Gus. “Dame la última oportunidad. Ahora mismo vuelvo”.

Gustavo se ausentó un momento. Cuando regresó, llevaba un minúsculo pedacito de cartón entre los dedos. Se lo tendió al extraterrestre y dijo: “Prueba esto, my friend”.

Como ya habréis podido imaginar, aquello no era otra cosa que un tripi que le había sobrado en la última cena de empresa. Y es que, los mejores recuerdos que Gustavo conservaba en la memoria se encontraban relacionados con las drogas. Ellas nunca le hacían daño, lo cual no se podía decir de las mujeres, y tampoco le fallaban cuando las necesitaba, lo cual no podía decirse de sus amigos y familiares. Además, nunca llegaban a aburrirle o causarle envidia, como sí le solía suceder a veces con la literatura y la música.

El extraterrestre observó unos segundos aquel trocito de cartón ilustrado con la cara de Angelina Jolie y, como pensaba que los humanos eran estúpidos e inofensivos, decidió llevárselo a la boca, la cual era una especie de cloaca pringosa que tenía entre los ojos del lado izquierdo, y no lo que parecía ser su verdadera boca, que no era más que un órgano vestigial, un residuo de la evolución que no servía para nada, como nuestro apéndice. En su prepotencia condescendiente, creyó que aquello se trataba de algún tipo de postre vanguardista y se cabreó mucho al notar la baja intensidad del sabor de la celulosa y la dietilamida de ácido lisérgico.

“Joder, esto es lo más insípido que he probado en mi vida. Si esta es vuestra gastronomía, santo cielo, te aseguro que tampoco os va a salvar, pequeño amigo. Ahora mismo me marcho a preparar la bomba de hi… la hidrobomba de genicio… la bombona de genidria… la alegría… los colorines de la existencia modular… toda expresión lingüística es arte porque toda intuición expresiva es intuición estética…”.

El extraterrestre se levantó y empezó a dar saltos, a hacer la croqueta en el suelo y a lamer el pijama de Gustavo mientras continuaba articulando discursos casi incoherentes por completo. En un momento dado gritó: “¡PUEDO VOLAR!” y se lanzó por la ventana.

Lo cierto es que podría haber volado, o, al menos, haber dado saltos de varios kilómetros (lo cual en la práctica equivale a volar), pues la gravedad de nuestro planeta es miles de veces menor que la del suyo. Pero, como era otoño y hacía frío, la ventana estaba cerrada y, al atravesarla, el extraterrestre se rajó por la mitad y cayó al asfalto, convirtiéndose en un charco viscoso, burbujeante y lleno de astillas luminosas. Gustavo cogió una tablet que el extraterrestre había dejado sobre la mesa y pulsó uno de los dos botones que se veían en la pantalla, los cuales estaban rotulados con unos caracteres indescifrables. Afortunadamente, el botón que eligió era el que daba la orden de no destruir la Tierra.

Las drogas causan muchos problemas a la sociedad, pequeños tataranietos: mafias, enfermedades, accidentes, violencia, estrellas del pop… por eso todo el mundo las odia. Pero lo que no todo el mundo sabe es que hubo un día en el cual, gracias a ellas, nuestro hermoso planeta pudo continuar con su eterno viaje alrededor del Sol.

―Bueno, ya está ―añadí―. Ahora decidme cómo hago para verme con esa puta de metal.

―Abuelo, pero, ya nadie odia las drogas. Además, son todas legales y no causan esos problemas… salvo lo de las estrellas del pop. Tu cuento está un poco obsoleter.

―¿Y qué queréis? Lo escribí en el año cincuenta y ocho para una ONG anti prohibicionista.

―Bueno, abuelo, no pasa nada, nos ha gustado mucho igualmente.

―¡Vale, venga, largaos ya de aquí, dejadme solo!

Y mis descendientes se marcharon a la calle a jugar al escondite mientras yo me quedaba allí, en aquella vieja sala llena de polvo y recuerdos, con una estúpida sonrisa en los labios, reflexionando sobre qué fecha sería la más adecuada para celebrar mi suicidio asistido.